lunes, 17 de septiembre de 2012

Una Historia de Patio

Foto : Colegio Claret (Madrid)











Juan Pablo Bravo @juanpabravo
contraataquede11.blogspot.com
 
Corría el año 81. En febrero España se había llevado el susto padre. El día 21 unos guardias civiles habían entrado en el Congreso en nombre de la Patria y habían intentado dar un Golpe de Estado.
El mundo no daba para sobresaltos, el  13 de mayo, un fanático religioso, Mehmet Ali Agca, pretendió asesinar de un disparo a corta distancia al Papa Juan Pablo II mientras éste saludaba a los fieles en la Plaza de San Pedro. A mi abuela Juana, que era una castellana recia, dura como el pedernal, casi la da algo. ¡Joder con la movida de los ochenta! 
Como todos los años en septiembre daba inicio el curso escolar y en un colegio de Madrid, el Claret, comenzaban las clases y por ende la temporada deportiva. El centro, ubicado junto al edificio de Torres Blancas en pleno distrito de Chamartin, era por volumen de alumnado uno de los más grandes de Madrid. Toda la clase media del popular barrio de la Prospe ahorraba sus buenas pesetas para que los curas dieran a sus hijos una buena educación. Por entonces era un colegio de pago para chicos. Ahora es concertado y mixto.
En cuestión de deportes era conocido por el judo, la gimnasia (Fiyo Carballo impartía clases en la segunda etapa de la EGB y del colegio salieron un montón de campeones de España que luego acudieron a los Juegos Olímpicos) y el baloncesto.
Era la Generación del Naranjito. El país preparaba ilusionado el Mundial de Fútbol del año venidero y el resto de las disciplinas deportivas pintaban poco, menos que ahora incluso. En el mundo de la canasta una generación emergente, la del 59, apuntaba maneras y en los últimos Juegos de Moscú había rozado el pódium con un cuarto puesto.
En un patio helador en invierno (el arquitecto se cubrió de gloria con la orientación) dividido en dos alturas, los chavales quemaban sus energías en las horas de recreo. La parte de abajo la ocupaban dos pistas de fútbito (por entonces no había equipos federados en esa disciplina) y un espacio que los alumnos denominaban el frontón, pues se dedicaba al juego de pelota (de tenis, que aquí no había otra cultura). Al patio de arriba se accedía por dos escaleras laterales. Al final de una de ellas se encontraba la sala dedicada al yudo. Dos campos minúsculos, eran muy pequeños, de Minibasket se extendían por el patio de arriba para dar paso al gimnasio cubierto que servía de cancha a los partidos y entrenamientos de baloncesto de los mayores y a las prácticas de los gimnastas. Ese angosto pabellón fue el escenario del estreno como federado de un ilustre como Fernando Martín.
Un excelente plantel de entrenadores, Andrés “el gordo” Rodríguez, los hermanos Torres (Antonio y Javier), Alfonso Casas, Javier Nevado, Nacho Abad, los hermanos Lacruz… tenían sus esperanzas puestas  en la nueva temporada. Dos años antes Arturo Ortega, posterior entrenador de ACB con Caja de Ronda y Magia de Huesca y hoy célebre agente de jugadores, había hecho Campeón de Castilla (como se denominaba antaño) al equipo de Mini de Cercós, Emilio Alba, Alfredo, César o Justo Oreja. Todos los equipos estaban en lo que después pasó a llamarse Serie A, para entendernos entre los mejores de Madrid. Y en cada categoría había al menos dos equipos, los buenos y los menos buenos. La sección estaba organizada como un club en toda regla. Los chavales conocían los horarios de todos los partidos, no sólo los suyos, y cada fin de semana acudían en masa a ver los encuentros y animar a sus compañeros. El día antes del inicio de la competición cada uno recibía dos juegos de camisetas, que a final de temporada por supuesto tenían que devolver, y por Navidad se les entregaba un taco de lotería que habían de vender para recaudar dinerito y sostener aquello. Por esas fechas en algún año se llegó a elaborar un cuadernillo con las plantillas de todos los equipos del club, con sus nombres, apellidos y, claro está, sus estaturas. En San Isidro llegaba la Verbena, que era una fiesta no sólo para el colegio sino la de todo el barrio de Prosperidad; los chavales se picaban, pues había competiciones entre clases y cursos para establecer los mejores de cada disciplina. Y a principios de junio se disputaba el Torneo de Primavera que atraía a los mejores equipos de Madrid en todas y cada una de sus categorías. Durante la temporada si algún equipo tenía un desplazamiento largo a algún lugar recóndito y alejado de la Comunidad, ahí estaba el hermano Matías con su furgoneta para llevar a la tropa. A la vista de la sencilla, pero modélica organización, los curas no se inmiscuían mucho. Dejaban hacer. El inolvidable Padre Ochoa, hoy jubilado en su retiro de Aranda de Duero, controlaba un tanto que aquello no se desmandara, y sólo se montaba cierto revuelo cuando se rompía algún aro o sancionaban a alguien con partidos de suspensión (y su correspondiente multa) o no aparecía alguna camiseta. Poca cosa.
Todos los equipos del colegio eran bajitos, muy bajitos. El primer hombre alto de verdad que se vio por el gimnasio fue un chaval desgarbado de más de dos metros. Respondía al nombre de Abel Amón. Su padre, Santiago Amón, era un cultísimo periodista, tertuliano brillante en los comienzos de Antena 3 Radio y un enamorado del Madrid de los Austrias y desgraciadamente falleció en un accidente de helicóptero. Su hermano Rubén, antiguo corresponsal en París de El Mundo y excepcional cronista, es una enciclopedia del mundo del toro y la ópera (ha escrito recientemente la biografía de Plácido Domingo), y ha colaborado con asiduidad con Gomaespuma. Abel llegó de la mano de Andrés Rodríguez y los Torres con 16 años, y como reconocería en su primera entrevista en Gigantes cuando militaba en el Logos, filial en la época de Estudiantes, trabajaron tanto con él “que lo que tenía que haber aprendido en dos años lo aprendí en un mes”. Así describía su primer contacto con el mundo de la canasta “no había visto jugar nunca. Llegué al que iba a ser mi equipo y me quedé con la boca abierta. Me impresionó más ver a esos chicos jugar que ahora a la selección de la NBA”. La chavalería le miraba cual marciano venido de Marte. En un año en el Claret se ganó a todos, pues veían a un pedazo de pan en el gigantón. Emigró a tierras gallegas al Obradoiro y con el tiempo Abel jugaría en la ACB, en el Estudiantes “Amón selección”, gritaba La Demencia, y en el Bancobao de Villalba. Era limitado, pero muy, muy trabajador.
La Quinta del 69 era una de las que más ilusiones despertaba. Dos años antes había quedado Campeona de Castilla de Premini. Como en la temporada anterior, del grupo se volvió a hacer cargo Javier Torres. Un buen entrenador, serio y experimentado. Los chicos se conocían, jugaban de maravilla, pero habían perdido probablemente a su mejor jugador, “Moka”. Era una máquina, un jugón de los de toda la vida. Su juego y su físico se asemejaban al del genial Slavnic del Joventut y su padre, presidente del APA y una institución en el Colegio, había fallecido repentinamente el año anterior.
El sorteo de la primera fase fue benigno, con Estudiantes como mayor dificultad. Fueron sucediéndose los partidos con victorias claras hasta que llegó el de ida con los del Ramiro. Los del instituto establecieron el Polideportivo Magariños como cancha de juego y los claretianos acostumbrados a espacios mucho más reducidos y cemento de por medio se perdieron entre tanto parquet. Ni la vieron. Se volvieron para el barrio con 17 en el culo.
Toda la fase transcurrió por los mismos derroteros. Amplias victorias hasta que llegó la vuelta. Esa semana los claretianos se la tomaron como si les fuera la vida en ello. Entrenaron todos los días y se hartaron de dar la tabarra a sus compañeros y comunicar por los pasillos la hora del partido. Las 12.30 del sábado. Hasta pusieron carteles con la convocatoria.
Ni que decir tiene que a mediodía el patio estaba de bote en bote. No cabía un alma y varias filas de personas daban la vuelta al rectángulo de juego.
Y llegaron los estudiantiles, envueltos en sus flamantes chandals, y se pararon a ver el partido que con anterioridad se disputaba. Los claretianos mientras calentaban  y estiraban. Ni les miraban. Estaban a lo suyo. Entre los del Ramiro destacaba un chavalito rubio, alto y espigado, con gran manejo de balón. Jugaba de base y con el tiempo se convirtió en una referencia para su club y para la ACB. Era Nacho Azofra, un buen tío y un jugador enorme.
Los partidos de minibasket (ahora alevín) se dividían en cuatro cuartos de diez minutos y era obligado que todos los jugadores convocados jugaran al menos un cuarto en excelente medida para el deporte de base. Javier Torres, a sabiendas de que podía ser contraproducente para el resultado, no reservó a nadie y convocó a sus doce efectivos.
El partido no comenzó bien para los de la calle Corazón de María. Tras el primer cuarto iban cuatro abajo y al descanso cinco. Ni remontaban ni ganaban el partido, pero todavía quedaban veinte minutos, no desfallecían y la afición ilusionada no paraba de empujar. ¡Podemos! En el tercer cuarto dieron la vuelta al marcador y el gentío empezaba enloquecer. Se ganaba, pero a los claretianos no les valía. Aunque fuera testimonial, pues pasaban los dos primeros, querían enjugar la diferencia de la ida y acceder como primeros de grupo a la fase final de los ocho mejores de Madrid. Los locales siguieron sumando puntos y el milagro se produjo. Ganaron de 22, con un parcial de más 27 en los últimos veinte minutos. Invasión de cancha. La gente se volvió loca y sacó a sus héroes a hombros. Literal. La fe mueve montañas.
La ventaja de ser el decimosegundo jugador de un equipo y estar en el último lugar del banquillo es que te fijas en detalles que el resto, al estar jugando, no perciben. Ese día jugué mi cuartito, el segundo, y aporté todo lo que pude al equipo. Era cabeza de ratón y cola de león, el mejor de los malos y el peor de los buenos. La memoria es selectiva. Rememoro con mucha nitidez, casi como si fuera hoy, casi todo lo acontecido ese día, pero no sé si anoté algún punto. No recuerdo si mi madre, a la que seguro que di la lata lo suyo, acompañó ese día a mi padre y a mi hermano David que no se perdían un partido. Fuimos reyes por un día, por una semana. Cualquier chaval que te cruzabas te felicitaba por la hazaña. O la había presenciado o se la habían contado.
Creo que quedamos sextos de Madrid, tras una mediocre fase final, pero fuimos el único equipo al que no ganó un partido el campeón. Empatamos en casa (entonces no había prórroga) con San Agustín, que lideraba el malogrado Carlos García Ribas, mejor jugador de la categoría, que luego haría una encomiable carrera en la cantera del Madrid (fue uno de los cuatro que acabó en el campo el día que el Madrid de Petrovic perdió la Liga en el Palau) y en algunos de los mejores conjuntos de EBA de la Comunidad de Madrid. Con el permiso de su familia me encantaría un día escribir un artículo que reflejara su pasión y compromiso por este deporte.
Eso sí, esa Generación Claretiana, la del 69, fue Campeona de España Escolar en Málaga años más tarde.
Contada la batallita de Aquellos Maravillosos Años, me voy a tomar la licencia de dedicar la historia a los míos.
A las niñas de mis ojos, a mis hermanas Miriam y Belen, siempre pendientes de todo, que sin haber practicado ningún deporte saben más de este mundo que muchos de mis amigos. Las adoro.
A mi madre, por Todo, porque madre no hay más que una, por seguir siendo el bastión de la casa y por anteponer siempre lo nuestro a lo suyo.
A Berta, la sonrisa de mi mundo. Por su cariño y apoyo constante. Por su crítica siempre constructiva y por aportarme siempre otro punto de vista inteligente.
A mi hermano David, mi debilidad. Por su amistad y complicidad en tantos temas. Le metí el gusanillo del basket desde muy chico (no llegaba al aro con el balón y salía a tirar a canasta en los tiempos muertos o descansos de nuestros partidos). Él me lo devolvió con creces arrastrándome sin querer a sus partidos en los que tanto disfrutaba.
A mi padre, al que tanto echo de menos. Por su paciencia y generosidad. Todavía hoy le veo anotando en silencio nuestras canastas en su libretita por alguno de los colegios y clubs de Madrid, que unos cuántos se recorrió. Cuánto frío pasó y cuántos kilómetros haría en el Renault 12 Familiar para llevarnos sin rechistar a los partidos de fin de semana. Las vueltas que dimos la primera vez que fuimos al Colegio Estudio en Aravaca… Cuando llegamos el árbitro estaba pitando los tres minutos para el comienzo. Ni calentamos. Nos quitamos los chandals y salimos a jugar. Pero ganamos, eh.

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